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De camino al baño te cruzas con bastante gente que ha venido disfrazada. La mayoría de han limitado a ponerse máscaras, muchas de ellas de animales, pero hay algunas realmente llamativas. Un rinoceronte se lanza contra la pista y jurarías que ha derribado a un par de personas con esa máscara brutal, pero igual solo estaban jugando.
Da igual, tu te metes en el baño y cuando cruzas su umbral las puerta amortigua el ruido externo. El baño, como el resto del edificio, es parte reconstruída de la vieja fábrica. Han dejado trozos de pared sin pintar, llenos de humedad, para darle al lugar una sensación de abandono y caos.
El espacio es común. Chicos y chicas se arremolinan alrededor de las piletas donde todo tipo de drogas se reparten sin pudor alguno. El resto de la gente espera frente a las puertas de los reservados para hacer sus necesidades o quizás consumir con algo más de privacidad. Hay algunas personas con esas inquietantes máscaras de animal pero, curiosamente, permanecen apartadas del resto como si solo estuvieran allí para observar a los demás.
Mientras esperas tu turno se acerca Marion, una vieja conocida. Se nota por su cara que va puesta hasta arriba. Al verte se acerca de forma directa:
—¡No me puedo creer que hayas logrado entrar! Y yo que pensé que eras una mosquita muerta... ¿Has visto que pasada de fiesta? He conseguido que una de las máscaras me invite a un privado. Luego te veo... Toma esto, a mi ya no me hace falta más.
Una persona con una enorme cabeza de cebra, que parece un animal disecado, agarra a Marion por el brazo y hace un amago para que la siga. Ambas salen de los baños.
Miras lo que te ha dado. Una bolsita con unas pastillitas dentro.