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Cuando el grupo decide alcanzar la orilla a nado, Alonso refunfuña, pero obedece con profesionalidad castrense. Esperáis entre los árboles a que el barquero pase de largo, y os lanzáis al río, profundo, pero con una corriente no tan rápida como para que sea peligroso. Julián no tarda en alcanzar tierra firme, y ayuda a Amelia, que se desenvuelve con soltura a pesar de su voluminoso vestido. Alonso es el que se ve apurado, no tanto por la peligrosidad de las aguas como por sentirse completamente fuera de su elemento.
-¡Vamos, Alonso, dame la mano!- le apremia Julián-. ¡Venga, que nadas como un perro!
El soldado alarga su brazo, pero al hacerlo casi es arrastrado por el caudal. Julián se estira a tiempo y agarra a su amigo del antebrazo. Tras unos segundos de lucha, los dos descansan jadeando en la orilla.
-Te he visto más valiente en otras situaciones, Alonso.- bromea el sanitario. Alonso no puede replicarle.
-Para mi, el agua cuanto más lejos mejor- asegura-. Ni barco, ni mar, ni río ni bañera demasiado llena. Prefiero hacer frente a un batallón de anglicanos que al más mísero de los arroyos.
-Alonso- les interrumpe de repente Amelia-, ¡tu bolsa!
El andaluz se gira de repente hacia su costado, donde debería estar la bandolera donde llevaba sus armas. No está.
-¡Alma de…!- blasfema-. Debió deslizarse cuando nadaba.
-Bueno, nadar, nadar…- valora Julián-. Voy a recuperarlo.
-¡Deteneos!- grita Alonso-. Fue mi error, no os arriesguéis por mi.
-Una zambullida y salgo.- promete el madrileño. Alonso mira a Amelia, en busca de su apoyo.
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JULIÁN MARTÍNEZ