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Desciendes por los ajados escalones que conducen al subsuelo de la iglesia. Huele a siglos de polvo y los muros se deshacen por la humedad. Abajo se amontonan una docena de personas arropadas con mantas y abrigos desgastados. Hombres, mujeres y niños con los rostros velados por el terror y la incomprensión.

El hombre enjuto se presenta. Es el carnicero de la aldea. Los otros hombres de la cripta son el cirujano, el sepulturero y el herbolario. Todos dicen sus nombres, pero los olvidas enseguida. Nunca has tenido buena memoria para los nombres. Sus familias no abren la boca, al igual que un individuo de pelo largo encogido en un rincón y al que te presentan como un vagabundo que vive en la vieja posada.

"¿Se están escondiendo?" preguntas.

El silencio que sigue te hace estremecer.

"De la niebla" dice finamente el sepulturero. "Se lleva a la gente. Nosotros somos los únicos que quedamos".

"El párroco fue el último en irse" añade el herbolario. "Acabó por enloquecer. ¿Ha notado que falta la cruz del altar? Se la llevó hace dos noches, la última vez que se levantó niebla. Arrancó la cruz de la pared y salió de la iglesia como llevado por el demonio. Nunca volvió. Se fue sin un grito".

Un niño tose, otro solloza ligeramente. El carnicero se te acerca.

"Me he fijado en el colgante que lleva" dice, señalando el crucifijo de tu pecho. "Usted es una persona de fe. Ayúdenos, por el amor de Dios. Sólo la fe puede salvarnos".

"¿No era el párroco un hombre de fe?" repones.

"El párroco tenía miedo. Todos tenemos miedo. El miedo nos condena, nos hace dudar. En cambio, usted acaba de llegar. Para usted la niebla solo es eso: niebla".

"Nosotros ya somos parte de ella" añade el sepulturero. "Ayúdenos antes de que sea también demasiado tarde para usted".