Recorres las ruinas sumidas en una niebla cada vez más densa. En la lejanía resuena un lamento constante y monótono, como si un viento de mil voces acariciara la desolación del páramo. Te esfuerzas por ignorarlo, porque no sopla nada de viento y la alternativa es demasiado aterradora.

Bajo la luz de tu linterna las ruinas aparecen como rectángulos de muros bajos y suavizados por siglos de lluvia. Sólo una construcción se alza todavía por encima de tu cabeza. Te asomas por la apertura dónde tiempo atrás debía haber una puerta y el corazón te da un vuelco.

¡Hay un niño en el interior!

Suspiras de alivio cuando te das cuenta de que sólo es una estatua de unos seis palmos de altura, situada al fondo del edificio.

Te fijas que, adosada a un lado de la entrada, hay una bandeja con arena fina dónde alguien ha dibujado un arco con el dedo: