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La puerta de la sacristía cede con un gemido cuando la empujas.
Preside la estancia una librería que se extiende a lo largo de toda una pared. Acercas tu lumbre a los lomos de los volúmenes que rellenan sus estantes: hay títulos en latín, lengua de la que tienes algunas nociones, otros en griego y otros en grafías que te son desconocidas.
Los libros se amontonan también encima del escritorio. Echas un vistazo y compruebas que son tratados de interpretación de lenguas muertas. Parece que el párroco ha estado ocupado traduciendo unos símbolos anotados en una página de cuaderno. Su trabajo, sin embargo, parece incompleto:
En esta ...
yacen las almas indignas
... el corazón
de su guardián ...
... para sellarlas
...
...
... en niebla vil
Al pie de la página, garabateada con caligrafía precipitada, se encuentra la siguiente anotación:
Alguien lo ha robado. ¡Dios se apiade de nosotros!
Entonces pisas algo que rechina. Miras y descubres un cilicio ensangrentado bajo tu suela. Sientes un escalofrío; de repente, el aire de la sacristía te sabe enrarecido. El cilicio, el reflejo de la penitencia de quién ha visto tambalear los cimientos de su fe. Tu mano se desliza, temblorosa, en busca del crucifijo de tu pecho; lo encuentra, pero con eso no basta. Sientes que te mareas; ¡necesitas aire!