"Almas" contesta el párroco con gravedad.

Notas como un frío repentino recorre tus nervios.

"¿No se le ha ocurrido preguntarse por qué la aldea se llama Huesos?" prosigue el sacerdote con los ojos puestos en el fuego. "Es por la laguna que hay cerca de aquí, siguiendo el camino del norte. Está repleta de esqueletos. No es un cementerio; más bien es una fosa sin consagrar donde pueblos paganos anteriores al cristianismo arrojaban los cadáveres de esclavos, criminales y todos aquellos que no merecían un entierro digno. En sus aguas hay centenares de almas atrapadas entre dos mundos, carcomidas por la ira y el recelo de no poder pertenecer a ninguno". 

El sacerdote habla a trompicones, como esforzándose para empujar el aire. Su cuerpo se desangra en tirabuzones de vaho cada vez más numerosos.

"En la orilla de la laguna hay un hito de piedra con unos símbolos que me he esforzado en traducir. Sólo lo conseguí en parte, pero ahora que... me fundo con la niebla, también soy partícipe de todo lo que ella es".

Su voz es poco más que un murmullo; la piel, lívido papel.

"Existe una manera de librarse de estas almas atormentadas. Pero a mí... se me acaba el tiempo".