Cuando entras en la carnicería te golpea el hedor cálido y pegajoso de la sangre y la carne poco fresca. No pasas mucho tiempo rebuscando en la maloliente tienda: es improbable que nadie esconda nada en un espacio público. Decides centrarte en el piso superior; subes los escalones de dos en dos y corres hasta la estancia del fondo del pasillo. Los tablones de madera del pasillo crujen y se bambolean bajo tus pies.

Paseas tu farol por la oscuridad para desenmascarar las diferentes piezas de mobiliario: un caballete de pintor con un lienzo en blanco, una cama con colchón de paja, un pesado armario, oblicuo respecto a la pared, y una mesa encima de la cual a cuelga el retrato de una joven mujer, con una expresión a medio camino entre la dulzura y la tristeza.