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El viejo ni siquiera me escucha. Sigue farfullando cosas sobre astros alineados, dioses primigenios, hechizos y sacrificios. La última parte de su monólogo, en particular, no alienta mi optimismo.
Insisto en que los sacrificios están sobrevalorados, que hoy en día es mucho mejor usar vírgenes o animales, o cualquier cosa que se aleje de la elección de un descendiente. Incluso me ofrezco como aprendiz de brujo sin cobrar salario a cambio de que reconsidere la situación.
Pero el viejo debe estar sordo además de loco porque ni siquiera me contesta.
El abuelo continúa farfullando palabras sin sentido mientras mueve los brazos y salta como un apache en una película de John Ford. El espectáculo es bastante patético pero lo que de verdad me preocupa es la daga afilada que sostiene en la mano y que pese a mis gritos desesperados ahora levanta sobre mi pecho.
¿Por qué no he podido tener un abuelo como el resto de los niños? De esos que te compran chuches y te las dan a escondidas de mamá, no de los que te atan a una mesa para sacrificarte a un dios primigenio.
¿Y luego me preguntan por qué odio al mundo en general y a mi familia en particular?
