El aventurero, decide adentrarse en el carruaje, ingresando a un espacio saturado de una luz mortecina proveniente de innumerables velas que llenan el interior. En el rincón más sombrío, descubre la figura de un hombre flaco, con piel grisácea y ataviado en ropajes lúgubres que parecen pertenecer a eras olvidadas. Sus ojos reflejan el destello de las velas de su alrededor mientras sostiene en sus manos temblorosas un libro negro.
El hombre flaco, al percatarse de la entrada del aventurero, se estremece con un temor palpable. Las llamas de las velas danzan en consonancia con su inquietud, proyectando sombras danzantes que se contornean en las paredes del carruaje. Sus labios se entreabren, pero ningún sonido emerge, mientras sus ojos desorbitados expresan un miedo profundo ante el recién llegado.
A través de la penumbra, se puede percibir el luto que envuelve al hombre del carruaje. La presencia de velas por todas partes, como testigos silenciosos, parece sugerir una especie de ritual o conmemoración. El destino de este extraño encuentro pende en el aire, mientras el hombre se enfrenta a un momento de incertidumbre, atrapado entre las sombras y la luz mortecina de las velas.
-No me hagas daño. -Le suplicó el hombre- Tan solo soy un simple nigromante que va a reunirse con unos viejos amigos. No tengo nada de valor conmigo, por favor... te lo ruego. ¡Antes fui un Aventurero!. ¡Rigor Mortis!. ¡Seguro que has oído hablar de mi!.