Abres los ojos en algún lugar. La cabeza te palpita, sientes frío y el barro te ha calado hasta los huesos. Miras a tu alrededor pero te encuentras en medio de una blanca oscuridad. De tu linterna no hay ni rastro.

En las profundidades de la nada que te rodea suena un lejano clamor. Un lamento de miles de voces que penetran como punzones en tu cerebro, arrancándote lágrimas de dolor. Gritas, pero tu grito muere enseguida; de tu boca no sale más que húmedo vaho. Te levantas y corres a ciegas, con las manos en los oídos para bloquear las voces, cada vez más numerosas, más cercanas, más lacerantes.

Tus piernas se doblan; caes de nuevo. Tu mano, como llevada por su propia voluntad, se aferra al crucifijo de tu pecho. Tratas de gritar por última vez.