Te lanzas por sorpresa y comienzas a pegarle puñetazos.
–¡Ah! ¡En la cara no! ¡En la cara no! –Grita atemorizado mientras sigue recibiendo golpes– ¡Me gano la vida con mi cara!
–Vaya –Replicas mientras insistes en tus argumentos– parece que se te han caído las rimas por los puñetazos.
El troll yace en el suelo, en posición fetal, sollozando. Tú lanzas un escupitajo en el camino, mantienes los puños cerrados (cubiertos de sangre de troll) y le miras con desdén. Recoges tu sombrero que se había caído y, mientras te lo colocas ligeramente torcido, te diriges una última vez a la criatura derrotada.
–Un consejo, amigo. Nunca te interpongas entre un leprechaun y su oro.
Cruzas el puente y localizas el rastro al otro lado... Solo que ahora hay dos.
Uno son los mismos cascos, que se adentran más en el bosque...
Otros son unas huellas de leprechaun, que van en una dirección completamente distinta.
Quizá sean las de otros paseantes que se han cruzado por casualidad, o puede que sean los ladrones que se han bajado del caballo para despistar.
¿Cuál seguir?