Le pegas.
Aprovechas su distracción y te lanzas a darle puñetazos.
¡Stuump, Clong, stuump, clong!
Uno en la cara, otro en la armadura, uno en la cara, otro en la armadura.
Tanta rabia en un ser tan pequeñito.
El caballero deja caer la espada para protegerse de los golpes con sus brazos, pero es inútil. Le haces saltar los brazaletes de su armadura que, pieza a pieza, va cayendo al suelo.
–¡Basta! ¡Basta! ¡Por favor! –Lloriquea el soldado– No quiero tu oro, sólo seguir vivo.
–Pues recoge tus cosas, cierra los ojos, y vuelve por donde has venido.
El caballero obedece. Tras recoger su armadura y su espada, aprieta los ojos y corre fuera del claro donde te ha encontrado. Y, por supuesto, se golpea con un árbol y todo se le cae. Lo vuelve a recoger, vuelve a correr con los ojos cerrados, vuelve a golpearse. Y así un buen rato.
Cuando te has reído lo suficiente, recuerdas que te habían robado tu oro y vuelves a estar iracundo.
Sigues el rastro de los cascos y, de nuevo, algo se cruza en tu camino.
Es un conejo de dos metros.
Va vestido con ropa estilo steampunk y lleva unos guantes de boxeo. Te mira con la típica mirada de conejo, y mueve el hocico como un típico conejo.
Lleva una placa, con su nombre, colgada del cuello. Su nombre es Flarlarlar.
A ti todo esto te parece ya muy bizarro.
Pero sin duda está en medio de tu camino. Quizá podrías intentar convencerle de dejarte pasar, pero no parece tan inteligente. Quizá podrías intentar empujarle, pero parece muy pesado. Y teniendo en cuenta que lleva guantes de boxeo, probablemente cualquier acercamiento te lleve a tener que pelear.
Puedes intentar dar un rodeo, pero el riesgo de perder el rastro es inmenso.
O puedes pegarle.