La taza de oro es una novela de John Steinbeck, al que conocía por su archifamosa Las uvas de la ira, aunque no la haya leído que trata sobre la vida y obra de
Henry Morgan, un famosísimo corsario al servicio de la monarquía inglesa.
Steinbeck —supongo que no se podría esperar otra cosa de él— hace gala de una narración exquisita, de una adjetivación preciosa y precisa; consiguiendo una ornamentación fantástica, que maravilla y cautiva sin sobrecargar al lector. Creo que nunca me quedé con la sensación de que el equilibrio estaban tan bien calculado, de que era tan perfecto. Hay párrafos enteros que leí y releí, sencillamente impresionado del talento que destilaba Steinbeck incluso a través del injusto y torpe filtro que resultó ser el traductor de esta novela (tal vez me pareció tan flagrante gracias a que iba sobre aviso y presté más atención al tema), que hace que algunas frases chirríen completamente. Ningún castellanoparlante construiría nada parecido sin volver atrás y rectificar sus frases. Pero él sí. Él lo vale. Mención aparte merece el propio título de la obra: La taza de oro. La taza de oro. La taza de oro. ¿Cómo decirlo suavemente? Henry conoce en su infancia a un hombre mayor... solitario, ermitaño, que se llama Merlín. Merlín ya era viejo cuando los padres de Henry eran niños. Merlín siempre fue viejo. Merlín es —o se insinúa, dejándolo para la imaginación del lector— ese Merlín de las leyendas artúricas. Por si fuera poco, cuando se hace referencia a la «taza», durante el libro, y se dan detalles de cómo se la imagina Henry Morgan, nos dicen que tiene dos asas. Que es de oro. Que tiene pie. Sí, el sagrado Cáliz. La taza. En fin...
Centrándome de nuevo. El desarrollo del libro es bastante rápido, aunque la historia, su desarrollo y el enfoque son mesurados y exquisitos. La trama avanza rápido; saltando por completo los periodos de inactividad. La novela nos lleva de un fragmento a otro, Henry se dibuja y desdibuja con las páginas, manteniendo un ritmo evolutivo constante, una clara sensación de envejecimiento. Sus sentimientos, sus anhelos se acrecentan, a veces duda de ellos, pero sigue dedicando su vida a conseguirlos. Morgan es una persona decidida. Quiere lo que quiere. Su rápida adaptabilidad hacen de él un capitán magnífico, mejora muy pronto —desde antes incluso de dedicarse al mundo militar— su estrategia social, consiguiendo lo que quiere de la gente que le rodea; que reaccionen como él quiere, que se plieguen a sus deseos.
Steinbeck tiene también una gran facultad para sumergirnos en los sentimientos de los personajes. No sólo en los de Henry Morgan, en los cuales —por supuesto— se explaya a gusto —destaco el énfasis en el cambio de sus deseos según comprueba que no son capaces de saciarle, una ansia que le acaba llevando a Panamá y a su Santa Roja—; sino que nos presenta con todo detalle, a pesar del poco espacio dedicado, a gente tan variopinta como Coeur de Gris, un dechado de carisma, un triunfal y ligón jovenzuelo fiel hasta el final; a Paulette, con un tenso y vívido momento en que le pregunta si de verdad la ama, celosa de las amantes manos con que Morgan acaricia el timón de su barco; al padre de Morgan, un hombre triste y un poco abatido por la pérdida de su hijo y a Merlín, el extraño ermitaño, protagonista de algunos de los momentos más bellos de la novela.
Spoiler (marca el texto para leerlo):
La Santa Roja, quien resulta parecerse terriblemente a Henry Morgan, y que usa contra este las técnicas de trato social que él usa contra el resto de personajes. Se muestra sorprendente e impredecible, dejando a Morgan sin saber cómo responder; moralmente vencido, absolutamente humillado. Una humillación que lo sustrae del mundo a una realidad de temores y conspiraciones, por lo que acaba enfrentándose a Jones y al magnífico Coeur de Gris. Da esto pie, además, a un momento precioso, majestuoso y bien traído en el que Morgan madura —o envejece— ante la Santa Roja, quien lo hace a su vez cuando dejan de desear la Luna, una expresión que se repite varias veces en la novela. Se acabó el sueño, el frenesí.
Esto supone la perfecta antesala para un final agrio en el que Henry Morgan exagera sus andanzas para sentirse más hombre ante el rey. Está «tan viejo» que lo necesita. Su matrimonio con su prima Elizabeth, arrogante y altanera, profundamente despectiva no es más que una puntilla en el ya inexistente brillo del corsario, que acaba muriendo completamente incapacitado, ya sin fuerzas para hablar, en un pasaje muy elegante.