Tras la muerte de Michael Crichton, dicen, encontraron este libro en su ordenador, ya finiquitado —o casi—, lo maquetaron bien, lo dejaron bonito y lo comercializaron. Hasta aquí todo bien. Esas sensaciones de desconfianza que pululaban entre mis abotargadas neuronas, esos impulsos eléctricos impíos, podían ser meros efectos colaterales de mi continua paranoia.
Por navidades, mi novia me regaló el libro. Lo cierto es que tenía ganas de hincarle el diente, sobre todo teniendo en cuenta el buen efecto de Presa, pero... me daba cierto miedo. ¿Cuánto tendría hecho Crichton, si es que había hecho algo; y cuánto la editorial? Pensé que, en el peor de los casos, habrían hecho bien las cosas y que, aunque la mitad del libro fuese hecho por manos ajenas, habría emulado bien el estilo del autor y habría mantenido el tipo frente a la sucesión de páginas. Así que, algo más calmado, abrí las lujosas tapas y me dispuse a leer.
La presentación de personajes es asombrosamente larga, tanto más para ser de Crichton. Dedica poco espacio a cada personaje, pero muchas páginas, como si le costase meterse en harina; como si le costase salir de donde está. Esto ya me olió a chamusquina en un primer momento. Si Crichton es de los que le da tres patadas a los personajes y ya se mete en el meollo del asunto. «Uy, uy, uy», o algo. Aproximadamente, 1/3 del libro es puesta en situación. Bueno, no importa, «Crichton ya iba mayor, es posible que intentase hacer algo más... denso». ¡Inocente yo!
La verdad es que los personajes, para dedicarles el espacio que les dedica en esas primeras 120 páginas del libro... son un poco simplones y arquetipados. Esto no es malo, o no exactamente, al menos. Sanson es muy macho, frío y directo, un asesino nato; Charles Hunter es valiente y guay, un líder nato; el judío es astuto, amplio conocedor de su campo y un tipo con recursos, es el arquetipo de fabricante de armas para James Bond, El Moro es un saco de músculos mudo (si fuese otro tópico de D&D sería un tío de pocas luces y no hablaría mucho, aquí sólo es mudo), Hacklett es ridículo, artero y tiene el alma más negra que el futuro laboral español. Es el Villano, y... ¡coño! Es que lo lleva escrito en la frente en un vistoso tatuaje a tres colores. Por otra parte, destaco lo cutres que parecen los personajes femeninos, sobre todo en este primer tercio. Según nos acercamos al final de la novela, algunas de estas mujeres parecen volverse menos «objeto interactuable» y más «personaje que interactúa».
Que no se me entienda mal. Los personajes arquetípicos en una novela de aventuras, tienen su punto. El judío, El Moro y Sanson son... divertidos y atractivos; es cierto. Pero también es cierto que, cuando la novela acaba, uno no puede evitar pensar que se acaba de meter entre pecho y espalda una novelilla de aventuras simple y carente de toda lucidez. Un librillo que podría haber escrito cualquiera.
Tal vez, lo que más le ayude a salvar el tipo, sean algunas de las descripciones de productos o modos de hacer de la época: higiene, maquillajes, medicina, explosivos, etc. —cortas, todas ellas—; y unas cuantas frases memorables. Muchos de los personajes, en momentos absolutamente teatreros —todo el libro es de la aventura más televisiva del mundo, falta un El Escorpión luchando en unas escaleras intercalando frases ingeniosas con sus contrincantes mientras los va despachando—, dedican o se deciden por una frase graciosa, heroica y carismática.
Por otra parte, no me gustó que hablasen de «La Hispaniola». Crichton no tenía «ñ», es cierto, pero quienes lo trajeron a España sí. Tampoco me gustó mucho el uso de «resbaloso», en vez de «resbaladizo».
Se deja leer. Pero no más.