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 Sencillamente, una película genial. Ese es el resumen. Podéis parar de leer, el resto de la reseña son minucias para rellenar las 200 palabras.

El hombre que pudo reinar luce el punto justo de aventura, de humor y de épica que debe mostrar para no abusar de ninguno de ellos. Los combina a la perfección en una muestra de 120 minutos perfectos, interesantes, amenos, bien realizados y bien planteados. Magníficamente planteados, tal vez.

La presentación contextual y de personajes es deliciosa. Dravot y Carnehan relucen, resultan interesantes y atractivos y nos sumergen en su espiral de ambiciones con una facilidad pasmosa, mediada —por supuesto— por el gracioso talento de Connery y Caine.

Además, una vez que Dravot es reconocido como el legítimo rey y el mundo que lo rodea se pone a sus pies, asistimos a una crítica, más sutil al principio, más clara con el paso de los minutos, del corazón y el pensar humanos. Dravot cae en el poder su propio influjo, ya no importa el pacto de caballeros que firmó con Carnehan antes de que todo empezase, ya sólo importa el poder. Sólo importa ser el legítimo heredero de Alejandro el Grande.

La banda sonora que combina el ajetreado bullicio exótico de agudos instrumentos de sonoridad arábiga e hindú del principio, deja paso a una épica secuencia de pequeñas piezas que acompañan a los protagonistas en su viaje hacia Kafiristan, con los épicos toques de percusión y el in crescendo de la sonoridad. Genial. Por si fuera poco, la música no pierde importancia en ningún momento; acompañando incluso al emotivo y precioso final de la película, en una versión de The Minstrel boy —por lo que leí en internet, una canción tradicional irlandesa— cantada por Connery y Caine.

Una película preciosa, interesante, divertida y, en su género, perfecta