Esta película de terror del cerebrito de Un, dos, tres fue su segunda incursión en el mundo del cine, tras La residencia, un experimento bastante curioso de suspense erótico donde unas señoritas muy malas castigan a señoritas demasiado buenas. Del estilo de esta su monja, para servirles. Esa fue todo un hit en el convento y desató las pasiones de más de una reverenda, pero Chicho decidió cambiar de registro y adaptar la novela del entrañable Juan José Plans (titulado El juego de los niños), añorado creador del programa radiofónico Historias que tantas noches me acompañó desde RNE. Recuerdo vagamente la lectura dramatizada del relato en el programa y recuerdo vagamente varios puntos inquietantes pero no la recuerdo tanto como para valorar la fidelidad o no con respecto al libro; no obstante, tanto uno como el otro están influenciados por aquella corriente de filmes que retrataban el salto generacional que dividía a padres e hijos: éstos últimos ya no eran dóciles criaturas dipuestas a obedecer y guardar respeto sino rebeldes, insolentes... casi alienígenas. Algo así como El pueblo de los malditos, pero en castizo. Por supuesto, otras influencias pueden ser la literatura que retrata cómo la sonrisa de un niño puede albergar el mal.
Y es este principal énfasis en la idea del Mal hecha de forma tosca lo que me impide puntuar la película con una nota alta. El filme empieza con una serie de cortes de documentales en los que se proyectan distintos acontecimientos históricos empeñados en hacernos ver cómo pagan los niños los pecados de los mayores. A mi modo de ver, esa parte es reiterativa e innecesaria. Por economía narrativa solo una frase de la película habría bastado y habría tenido más fuerza que tanta palabrería («al final los que pagan son siempre los niños»), reiteración que se vuelve a repetir justo al final del filme con una frase de lo más estúpida. Aun así, la película tiene toques interesantes. No es la oscuridad la que asfixia y aterroriza, sino la luz de las fachadas blancas y el calor. La ausencia de primeros planos que revelen crueldades es casi total y se prefieren enfoques cenitales, planos medios y tomas de espaldas, algo bastante poco habitual en el género B. La historia está narrada con sobriedad: largos silencios en lugar de músicas chillonas, música que -cuando aparece- lo hace sin rallar el histerismo. Los actores no son brillantes, cumplen su papel correctamente, pero no despuntan. La trama, aunque eficaz, es sencilla y algo predecible. El ritmo es lento para lo que estamos acostumbrados hoy en día; la dirección es irregular pero consigue momentos claustrofóbicos sin demasiados fuegos de aritifcio. Y, bueno, Chicho se permite jugar al metacine haciendo referencia a películas como La noche de los muertos vivientes.
Si no fuera por ese emperramiento en describir y explicar el mal -con situaciones que a veces pueden pecar de moralizantes (¡y ese final anti-climax!), ganaría muchos puntos y es que si hay algo que me chirría en el cine es que me intenten explicar todo como silabando a gritos. En general me parece una cinta simplemente curiosa del terror español, cúspide que alcanzaron sin competencia Los sin nombre (la mejor película patria de este género según mi humilde opinión). Pero esa historia se la contaremos otro día.